PATINETA
Su carita era espigada, quemada por el sol y la helada, su cabello negro y rizado que caía un mechón en la frente; sus pequeños ojos eran la expresión del sentimiento doloroso que anidaba en su almita torturada de hijo huérfano; relucían los dientes albos en la boca bien formada, era bien parecido, amigo de todos.
Aquella noche pasó en vela, la composición era para el “Día de la madre”, él tendría que recitar, le había dicho su profesora; las palabras como nunca le nacían tiernas, con mucho sentimiento, las lágrimas de corazón herido, de huérfano. La escribió llorando hasta el amanecer.
Ese domingo, fue Mañuco al colegio con el uniforme color caqui raido de siempre, con remiendos, pero estaba limpio, llevaba una cristina más grande que su cabeza, regalo de un alumno de grados superiores, se pudo sus galones rojos en el hombro y una flor blanca prendida en el pechito, perdido en la última fila, nadie sabía si lloraba o reía, porque siempre sonreían sus labios y habían sonreído cuando se burlaron, cuando le pegaron, cuando le castigaron.
Todo los niños cantaban y reían, con las miradas cariñosas de sus madres que habían concurrido al colegio, él también canto pero no reía, tampoco recito, no le tomaron en cuenta, lo olvidaron intencionalmente, quizá, por su cojera que provocaba risa en los compañeritos cuando caminaba, o tal vez, por los remiendos mil que tenía en el único uniforme de hace tiempo descolorido.
No recito el poema que había aprendido.
Recitaría en la soledad de su vida, como siempre lo hacía, junto con las ilusiones que bosquejaba en su mente, recitaría como el susurro del viento para que su vocecita llegue a la lejanía del cielo para que oiga su madre.
Mañuco estaba mustio, el día estaba sentimental, marchito como la flor blanca de su pecho, sin aroma, sin vida.
Qué solo y aislado se encontraba en un rincón del colegio, entre esos arcos que separa unos de otros, en la inmensidad del patio, entre el barullo de la gente y la solemnidad cienciana, perdido en el acerbo de sus pensamientos; en recuerdo de su madre, cerró sus parpados, los cerro con dulzura, con una lagrima perdida en las pestañas y vio allá en la oscuridad de sus ojos.
- Hijo mío, despierta, no llores, has delirado toda la noche, la fiebre esta calmando, has
Tenido pesadilla, - le beso en la frente afiebrada de su hijo.
- Creí mamacita que habías muerto, que estaba solo, y lloraba, si, mamacita, lloraba.
- No hijo mío, no, yo siempre viviré para ti, mi Mañuquito, mi hijo, mi hijo… y le estrecho en su pecho, pasándole la mano suave por el rizado cabello de su pequeño hijo enfermo- Fue la fiebre que te hace pensar en esas cosas, has estado muy delicado, te han curado mi Mañuquito… Alégrate, ya nos eras cojo, ya no serás cojo…
- ¿Ya no seré cojo mamá?
- Ya no mi hijo
- ¿Ya no me dirán Patineta?
- Ya no…
- ¿Podre correr?
- Si.
- ¿Podre jugar?
- Si
- Qué lindo mamacita, podre jugar, podre corretear, ya no seré cojo, ya no se reirán de mí.
- Necesitas descanso, estas delicado, duerme.
- Mamita no te iras de mi lado.
- No, mi vida.
- ¿Me besaras siempre?
- Sí, mi hijo, siempre.
- ¿No me dejaras solo?
- ¿y mi papá?
- Duerme, el pobre ha sufrido mucho, está cansado.
- En el colegio tenia la flor blanca, no recite en el día de la madre, he llorado mucho.
- No hables fue un sueño pesado, una pesadilla, es la fiebre, es la fiebre…
Mañuco cerró los ojos dibujando una sonrisa en los formados labios; no estaría solo; en el colegio recitaría cuantas veces quisiera, cantaría, reiría, la besaría a su madre como los demás niños, que envidia le tendrían; la maestra lo querría, ya no le apodarían de “Patineta” ya no sería cojo de las bromas y cuando llegue a los trece años de edad, ya seria grande, jugaría, jugaría futbol en el equipo de la clase y sería el mejor… Sí el mejor.
- ¡Patineta!... ¡Patineta!... despierta, despierta, te has dormido, la profesora te llama.
- ¿Y mamá?
- Cuál mamá, tú no tienes mamá. Tu mamá ha muerto, tu mamá está en el cementerio.
Mañuco se calló, bajo la cabeza con pesadez, mordió sus labios hasta casi sangrarlo, era la realidad, estaba en lo cierto, él no tenía madre; de lo sentado que estaba se levanto y se alejo de sus compañeritos en silencio, arrastrando su cojera, llevando sus lagrimas que bañaban su carita espigada, llevando la flor blanca de su pecho, que también se deshojaba en el camino.
Sintió entonces la mano suave de su maestra que le apretaba en su hombro; le hizo caricias en la cabellera rizada y ofreciendo una sonrisa le dijo:
- No estás solo, hijo mío, yo seré tu madre, de hoy en adelante vivirás junto a mis hijos. –Lo llevo a su regazo besándole en la frente del niño- No quise que recitaras hijo mío, hubieras llorado mucho, nos hubieras hecho llorar…
Maestra y alumno lloraban confundidos en el abrazo que palpitaba dolor y alegría.
Lloraban, lloraban…
profesora me gusta comonos enseñas y publicas todo
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